Pablo Neruda:

Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas.

viernes, 14 de diciembre de 2007

CUENTO DE NAVIDAD

En breve hará 2 años que participé, creo , en un concurso de relato breve o algo así con no se que bases ...ni propósito!!. Con la excitación propia de saber que en cualquier momento pueden llamar de El Planeta y proponerme cualquier contrato vitalicio, acompaño a esta Entrada aquela "sentimentaloide" narración.....Todo sea por incorporar algo al Rincón Literario...¡¡y porque ya casi es Navidad!!. El próximo será truculento y ácido, lo prometo.

LA PLAZA.

Resbalaban los primeros rayos de sol a lo largo de aquel bloque acristalado de oficinas. Se fundían en las vidrieras continuas ya sin intensidad, y es que las nubes grises, turbias, dominaban el cielo aquella mañana. Corría, además, un viento ligero que vestía de nostalgia aquella plaza empedrada.

Era una plaza que destilaba aires de otra época; abierta, desplegada al visitante, desprovista de rincones apenas, sí rompía su simplicidad gracias al pavimento algo colorista del granito que alfombraba la plaza; a los bancos que regularmente la acordonaban en círculo, y a un viejo olivo centenario que vigilaba callado desde el centro todo cuanto acontecía a su alrededor.

Frente a la plaza había instalado un kiosco de prensa que servía diligentemente los noticiarios a los dormidos transeúntes que deambulaban desde primera hora del día. Estos, interrumpían su mecánico trayecto, a la altura del kiosco, portando su periódico favorito tras intercambiar unos educados e inexpresivos buenos días acompañados de las monedas debidas. Superado este punto en sus itinerarios, el número de choques peatonales se intensificaba espectacularmente, debido al avanzar unánime y desordenado del personal zambullidos en los titulares que la prensa destacaba.

La luz, aquella mañana, ofrecía un lado más apagado, triste, en sintonía con nuestro personaje que se despertaba especialmente reflexivo, abstraído de lo que iba ocurriendo a su alrededor.

Se sentía algo cansino, desanimado, y es que, si bien tenía muy asumido que disfrutaba ya de una prórroga sobre el ocaso de su vida, le incomodaba más bien que su ilusión recobrada gracias a aquella chica le llegará quizá ya tan tarde, después de tantos días de mustia existencia.

Hasta hace relativamente poco tiempo, vivía tranquilo, quizá ya algo despegado de la vitalidad que rugía en torno a aquella plaza. Distraídamente pasaba los días hurgando en sus memorias, deshilando detalles del pasado, remodelando vivencias sobre las que fantaseaba reconstruyendo desenlaces diferentes.
Disfrutaba infantilmente recomponiendo los fragmentos que aún en su recuerdo emocionado yacían, y una vez recompuestos se aventuraba a moldear detalles desconocidos, y sobretodo a imaginar un final que completase aquel pasaje inacabado.

Y es que para su desgracia, todos tenían un denominador común; su personaje siempre actuaba en calidad de secundario, como privilegiado espectador que sólo accesoriamente participaba en el guión creado para otros. Toda su vida era un compendio, una mezcla desordenada de las vidas fascinantes, aburridas, deprimentes, excitantes.... de los demás. Se alimentaba de las vivencias del resto, y después se imaginaba asumiendo el papel protagonista, dando un giro insospechado al fragmento del que había sido invitado de honor. Por último, se entretenía reinventando un final que sospechaba resultaba menos anodino que el que le guardaría, probablemente, la realidad.
Todo eran historias de paso, vagones de un tren que a su paso dejaban un rumor de curiosidad, una pincelada sobre la que él componía el resto del lienzo.

Sin embargo, cuando ya parecía haber caído en esa espiral de recuerdos y fantasías que le separaban del presente palpitante que se apostaba junto al kiosco, el sonido musical, dulce y sentido de un violín, lo separó de sus cavilaciones. Aquel sonido se colaba por entre las hojas semiabiertas de una contraventana y desde allí, trepaba por el aire, hasta alcanzarle. Si la primera vez que oyó aquellas notas ya quedó altamente conmocionado, cuando a la mañana siguiente pudo comprobar que a la misma hora aquella melodía deliciosa volvía a brotar tras unas cortinas se emocionó. Tras ellas, la silueta de una mujer se perfilaba, alterada por los vaivenes con que el aire jugaba con aquellas cortinas.

Desde entonces esperaba con ansiedad la llegada de la mañana y con ella, ligeramente después del desayuno, volvían de nuevo a desfilar aquellas notas que saboreaba intensamente.
Dirigió entonces su aparatosa imaginación en esculpir como era aquella chica que se advertía entrecortadamente tras la ventana. Componía alternadamente sus rasgos con su personalidad, siempre guiado por el dulce rumor de aquella música. La imaginaba de mirada limpia y alegre, aunque algo tímida, delgada, de pelo largo moreno y liso abriéndose en abanico ocultando sus hombros. De labios afilados y nariz pequeña, y de piel muy blanca, quizá como resquicio de un rencor ahogado de sentirla siempre oculta, y protegida del sol, tras aquella cortina.

La imaginaba lista, inquieta por aprender y delicada; ordenada, comedida y alegre. La imaginaba educada, y como él, fantasiosa, con facilidad para disfrutar de las cosas sencillas. Se sorprendía, asimismo, viendo con que convencimiento creía saber como era, viendo que con todo, su descripción tan detallada sólo era producto de una silueta desdibujada y de unas notas desgranadas suspendidas en el aire fresco de la mañana.

El resto del tiempo lo ocupaba en observar despreocupadamente el deambular de la gente por la calle. Lo que antes era su gran entretenimiento ahora sólo ocupa los tiempos muertos, y máxime considerando que perdía parte de la tarde en seguir con detalle las visitas de un joven de aspecto algo deslabazado que últimamente ocupaba uno de los bancos de aquella plaza. Llevaba un uniforme bohemio compuesto por una gabardina, cuyas mangas sólo dejaban asomar parte de sus dedos y una bufanda que enroscada al cuello volaba por detrás de él libremente. Tenía el pelo un poco largo, ocupando la parte de las orejas que no acertaba a cubrir con la bufanda.
Le cayó simpático viendo, como a diferencia de él, en vez de seguir el vaivén de cuantos paseaban por la plaza, quedaba indiferente, escrutando los elementos que componían la plaza; las fachadas que, con sus recercados de colores, la envolvían, y siguiendo con la mirada el trazado algo diseminado de las farolas de hierro forjado que jalonaban los pasos.
Llevaba un cuaderno de apuntes, y de forma agitada, de vez en cuando, resolvía a escribir algunas notas. Disfrutaba de ver a aquel chaval tan abstraído en tomar sus notas, y a veces, sin suerte, caía en la tentación de agudizar la vista hasta alcanzar a leer algunos de sus párrafos. Se sonreía, con cierta sorna, al pensar como de un tiempo a esta parte venía dedicando su tiempo a las notas, bien sean musicales bien sean escritas.

Así pasaba sus últimos días, envuelto por la mañana por la magia de aquellas notas plagadas de ternura; esculpiendo la imagen y las maneras de aquella violinista inaccesible y acompañado por la tarde de aquel joven escritor que cautelosamente guardaba su libreta lejos de la vista inquisidora de nuestro amigo.

Era Sábado. Un cartel que coronaba la entrada principal de la plaza venía anunciando desde hace unos días, que ese sábado se celebraba un acto como reconocimiento a la talla artística de dos vecinos de aquel barrio.
Desde primera hora de la mañana una brigada de parques y jardines del ayuntamiento trabajaba afanosamente en engalonar aquella plaza colgando en todas direcciones bombillas y guirnaldas de colores. También, y formando un hemiciclo alrededor del parterre principal, agolpaban las sillas de madera. Mientras desde el fondo se aproximaba un camión con dos estatuas envueltas en unas discretas sábanas.

La plaza empezaba a poblarse muy poco a poco; el quiosquero disfrutaba al contemplar el inminente negocio que se le avecinaba, y ultimaba los preparativos colgando de sus tenderetes aquellas colecciones más difícilmente vendibles, así como juegos para niños y otros enseres que trataría de endosar aprovechando lo atractivo del momento.
Capataces del servicio de jardinería, se aproximaron a nuestro amigo, cargados de palas, picos, capazos y otras herramientas. Primeramente, procedieron a descargar las estatuas con mucho cuidado, justo al lado de los respectivos dados de hormigón que desde hacía tres días prepararon para conseguir un mejor asiento para ellas. Estás quedaban a su vez separadas de nuestro amigo, que con curiosidad trataba de franquear, ayudado por un ligero viento, aquella sábana que ocultaba el rostro de aquellas estatuas. Sin embargo, apenas se adivinaba que correspondían a cuerpos enteros, pero era difícil sacar más conclusiones.

El camionero, secamente advirtió a los capataces que si querían disponer del camión debían darse prisa. Estos, con cierto malhumor, comenzaron, con mucho tiento, a cajear la zona de tierra que a priori habría quedado ya conquistadas por el olivo. Tratarían de extraer el cepellón, sin alterar en exceso las raíces, y trasplantarlo en un nuevo parque, sin personalidad, a las afueras. Sin embargo, nuestro amigo, se sentía como si le diseccionaran; si bien sus raíces parecían poco afectadas, sentía que él era parte de aquella tierra, como la tierra lo era de él. Se estremecía al pensar como uno se aferra a su tierra de tal manera que no sabe hasta donde abarca la que es uno mismo..

Por la parte inferior de su copa, dispusieron unas eslingas rodeándolo, desde las cuales, la autogrúa del camión elevaba pendularmente el árbol, pese a ser sujetado por varios capataces. Finalmente lo elevaron hasta la caja del camión, y desde esa altura fueron suavemente inclinándolo hasta quedar horizontalmente con las hojas rebosando por los laterales y por el fondo de la caja.

La gente se iba ya amontonando para no perder el comienzo del acto oficial de la nueva plaza que llevaría el nombre de estos 2 artistas locales: Ana Ruiz y Enrique Doménech. Previamente al acto inagural ofrendado por el alcalde, descubrieron las estatuas ocultas bajo las sábanas; una de ellas correspondía a una chica alta y espigada, con mirada limpia y alegre, aunque algo tímida, delgada, de pelo largo moreno y liso abriéndose en abanico ocultando sus hombros. De labios afilados y nariz pequeña, y de piel bronceada.
Junto a ella seguía erguida la de un escritor de aspecto desenfadado, con pelo algo largo y envuelto en una gabardina y refugiado del frío por una bufanda que por razones esculturales quedó fijada a la espalda del muchacho.

Sobrecogido por la mordaz ironía del destino nuestro árbol se alejaba entre los senderos del parque que desembocaban en la ciudad. De fondo, unas notas deliciosas de violín arrancaban el acto de reconocimiento, y servían a nuestro árbol, de velado telón de fondo a más de cien años de vida dando sombra a mil romances.

4 comentarios:

El Master dijo...

Madre mía, el "Charles Dickens"... ¿será consciente este muchacho de que tiene que tirar la quiniela? ¿Y dónde está su apuesta? Madre mía!!

Joanmaga dijo...

La madre que te parió !!!

Anónimo dijo...

ESTO ES UN CLARO EJEMPLO DE UNA SOBREDROSIS DE POLE.

juanchipirón dijo...

Muy bonito, se me saltan las lágrimas... Queda a la imaginación del lector si, en los días posteriores, surgió "temita" entre la virtuosa músico y el escritor bohemio, o si a nuestro personaje, mientras bebía en la entreabierta ventana de su habitación un poleo-menta bien calentito mirando el acto público oficial, con una lágrima cayendo lentamente por su anciana mejilla, una paloma le posaba una ramita del olivo centenario que tantos romances había presenciado.

Te veo muy puesto. Supongo que, obviamente, ganarías el concurso.

Mientras, los demás esperamos impacientes el desenlace de "la maldición del ganador" y quizás, la segunda parte de este bonito cuento!!