La gloria y el honor en el deporte

Saint Andrews (Escocia), primavera de 1924. El equipo británico de atletismo se entrena, en un día lluvioso, corriendo por la arena de la playa, ultimando su preparación para los inminentes VII Juegos Olímpicos de París, con la etérea composición de Vangelis de fondo.

Durante una de mis últimas noches insomnes, he tenido la ocasión de ver en el “Canal Hollywood” una película que, casualmente, disfruté por vez primera en el antiguo Cine Costablanca, en la Playa de San Juan, con veinte años menos y algo más de pelo: “Carros de Fuego”.

Este nuevo visionado me ha acercado al espíritu de Pierre de Coubertin, un romanticismo muy alejado del merchandising y del circo mediático en el deporte mundial actual, encarnado en el juramento olímpico original de los atletas participantes: “Juramos que tomaremos parte en los Juegos Olímpicos con un espíritu de caballerosidad, por el honor de nuestro país y por la gloria del deporte.”

Como bien sabréis, la historia gira en torno a dos atletas británicos de los años 20, Harold Abrahams, un judío que estudia leyes en el Trinity College de Cambridge, y Eric Lidell, un escocés de la Universidad de Edimburgo y misionero en China.

Ambos son dos magníficos atletas, con unas cualidades físicas excepcionales y una gran valía intelectual y humana, pero con diferentes motivaciones y personalidad: Abrahams, el corredor individualista con complejo de inferioridad social, que quiere triunfar por sí mismo en una Inglaterra anglosajona y cristiana, y que termina por aprender que hay algo más grande e importante que la victoria.

Y Lidell, cuya fidelidad a sus creencias religiosas le lleva a de renunciar a la gloria olímpica porque una prueba (los 100m) se celebre en Domingo, a pesar de las presiones del propio Príncipe de Gales y aún siendo el máximo favorito, pues ve en el deporte un modo de servir a Dios. La posterior renuncia de un compañero le da la oportunidad de representar al Reino Unido en los 400m. Es difícil encontrar un hombre con ese talento natural unido a esa convicción y fuerza espiritual.

Además de la famosa escena de la playa, destaco dos escenas: por una parte, la hazaña de Abrahams de correr alrededor del gran patio del Trinity College de Cambridge en el límite de las 12 campanadas del medio día, lo que nadie en 300 años había logrado. Un triunfo insignificante pero cargado de tradición y simbología.

Por otra, la caballerosidad de Jackson Scholz, atleta norteamericano ganador de los 200 m y rival deportivo, que entrega a Eric Liddell en la línea de salida, justo antes de la carrera, una nota manuscrita en la que pone: “Las Sagradas Escrituras dicen: A quien me honrare, yo honraré. Buena suerte.” ¿Se puede ser más elegante?

En definitiva, desde mi punto de vista “Carros de Fuego” nos descubre valores morales universales e imperecederos, tanto en el deporte como en la vida: la humildad, el respeto a las creencias personales, la honestidad, el sacrificio, la necesidad de compartir los triunfos, el honor…



Finalmente, y con independencia de la película, en las Olimpiadas de 1924 en “la ciudad de la luz” por primera vez se usó el eslogan olímpico “Citius, Altius, Fortius” así como la bandera de los cinco anillos, y destararon por sus gestas especialmente Johnny Weissmuller (conocido por interpretar a Tarzán en el cine, que ganó tres medallas de oro y una de bronce en waterpolo) y el Finlandés Volador Paavo Nurmi, que ganó las carreras de los 1.500m y 5.000m realizadas con una hora de diferencia, y el cross-country, realizado con altísimas temperaturas.

Me estoy haciendo mayor…